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El maestro Juan Martínez que estaba allí. Manuel Chaves Nogales

Uno de los fenómenos literarios de los últimos años ha sido el redescubrimiento de la obra de Manuel Chaves Morales, en su mayoría crónicas periodísticas del periodo de entreguerras escritas magníficamente, con elegancia y chispa, de fácil lectura pero para nada banales, en las que el punto de vista del escritor no llega a desaparecer nunca pero sí pasan a un segundo plano ante el hecho periodístico. El maestro Juan Martínez que estaba allí es quizás la primera obra que dio lugar a este redescubrimiento y la que abriría paso a numerosas reediciones de otros escritos.

No es de extrañar. Estamos ante una obra espléndida que conjuga la historia de un matrimonio, una pareja de bailarines flamencos atrapados en la Rusia de la revolución, con un testimonio de primera mano de los sucesos que se vivieron allí y que cambiarían el curso de la historia. Chaves Nogales, exiliado ya en París después de nuestra guerra civil, conoce, entre la marea de personajes pintorescos que pululan por la capital francesa, a un bailaor, Juan Martínez, quien le explica los pormenores de su vida. Chaves, impresionado por lo que escucha, se da cuenta de que tiene entre sus manos una historia apasionante, única, algo que si fuese ficción parecería descabellado pero que es la pura realidad. Y se pone manos a la obra para transmitirnos en primera persona la historia de este hombre que, sin querer ningún protagonismo, buscando únicamente sobrevivir y salir adelante junto a su mujer, se convierte en un testimonio de primera mano, heroico en ocasiones, de la Revolución Rusa.

Quienes lean este libro no quedarán defraudados. En primer lugar disfrutarán como si estuvieran leyendo una trepidante novela, pero además aprenderán a valorar las cosas realmente importantes a través de la vida de unas personas sencillas pero que nunca se rinden, y por último conseguirán una comprensión mucho más profunda de lo que fue ese proceso, convulso y caótico, que llamamos Revolución Rusa, a partir de un testigo directo que aporta importantes y significativos detalles que no encontraremos en los libros de texto.

El maestro Juan Martínez que estaba allí. Manuel Chaves Nogales. 287 páginas. Libros del Asteroide.

El precio a pagar. Joseph Fadelle

La historia de Joseph Fadelle es tremenda: un musulmán chiita iraquí que, gracias al contacto con un cristiano durante su servicio militar, empieza a cuestionarse primero el Corán y acaba abrazando a Jesús. Pero este camino no está libro de pruebas dolorosas y atentados contra su vida, en un tormentoso caminar que finaliza con su familia, también convertida en cristiana, en Francia, tras su huida a Jordania. La sencillez, incluso ingenuidad, de Fadelle, nos deja un relato nada enrevesado, de gran sinceridad, que nos muestra un alma buena y un Dios que la va guiando providencialmente hasta su amor, hasta formar parte de su Iglesia y recibir ese pan de vida que tanto anhelaba. Y eso pasando por intentos de asesinato, vejaciones de todo tipo, torturas en las cárceles de Saddam y un sinfín de sinsabores en los que sólo la gracia sostuvo al autor del libro.

Pero esta obra es algo más que una historia de búsqueda y conversión, es la historia del Islam real y de su organización social, de esa asfixiante violencia latente y de lo que ocurre cuando una persona, en ejercicio de su libertad, decide abrazar a Cristo. El testimonio es demoledor y debería de ser de lectura obligada para los defensores del multiculturalismo y del Islam, esa “religión pacífica” en frase desafortunada y profundamente falsa que nuestros progres acostumbran a llevarse a la boca. Fadelle nos muestra, sin cargar las tintas (no es necesario) el Islam real, sus usos y costumbres, y uno queda aterrado.

Libro muy recomendable, especialmente ahora que el Islam no es algo lejano sino que está presente en nuestros barrios, en nuestras ciudades, que se leerá con provecho desde la adolescencia en adelante.

El precio a pagar. Joseph Fadelle. Rialp. 208 páginas.

84, Charing Cross Road. Helene Hanff

De vez en cuando aparecen obras tocadas de una gracilidad especial: parecen haber sido escritas en estado de gracia, fluyen con facilidad y su carácter leve, alejado de todo envaramiento, las hace frescas y, en una palabra, redondas. Esto no significa que sean obras maestras, sublimes creaciones que perdurarán por siglos; son justo eso, obras logradas, que encandilan, resultonas. Estos libros, no muy largos, se suelen leer de corrido y provocan en el lector el deseo irreprimible de compartir el descubrimiento con sus amistades más lectoras. Así se producen esos fenómenos de boca-oreja que en los últimos años han encumbrado a Alessandro Baricco, Sandor Marai o Carlos Ruíz Zafón. 84 Charing Cross Road de Helene Hanff es uno de estos libros.

Escritora y guionista de televisión, poco podía imaginarse Hanff que el éxito le iba a llegar cuando, ya cincuentona, se le ocurrió publicar una selección de la correspondencia que, desde 1949 y a lo largo de tres décadas, mantendría con su librero londinense, Frank Doel, empleado de la librería de viejo Marks & Co., sita en el número 84 de Charing Cross Road (la foto de portada de la presente edición es precisamente de dicho establecimiento, por desgracia desaparecido en la actualidad). Unas cartas que empiezan con todos los formalismos propios de un intercambio epistolar comercial y entre desconocidos, pero que irá introduciéndose en la intimidad de un discreto, eficaz y al tiempo tierno librero y una divertida y vitalista escritora autodidacta. Con el paso del tiempo la relación se irá abriendo a otros empleados de la Marks & Co. y a la familia de Frank Doel, estableciéndose así una relación múltiple y a distancia que viene a representar una especia de mundillo paralelo habitado por gentes sensibles y bien educadas.

Las cartas son deliciosas; al menos para un amante de los libros y la lectura. Junto con Helene se entusiasmará el lector ante al goce físico que también nos ofrecen esos libros de antaño, se indignará ante una burda traducción de la Vulgata latina a la lengua vernácula (“Lo pagarán con el infierno…, miren que les digo” afirma la judía Hanff) y exultará de placer ante el descubrimiento de un nuevo autor que nos interpela desde el pasado. Es posible que no esté al alcance de todo el mundo, pero no deja de ser emocionante asistir, día a día, al itinerario literario de una persona con inquietudes reales, más allá de la moda de cada momento. Así iremos, de la mano de Helene, visitando a Newman y su Universidad ideal, Pepys y sus Diarios, Belloc, Tristram Shandy, Tocqueville o Kenneth Grahame. Todos grandes.

Además, las cartas nos irán introduciendo, a través de las referencias más prosaicas, especialmente aquellas que se refieren a los alimentos que la norteamericana envía a sus corresponsales londinenses, en los avatares de la vida cotidiana de la posguerra: desde los racionamientos de alimentos en Gran Bretaña (y así oíremos hablar de los huevos en polvo, de dudoso gusto y execrable consistencia) hasta los primeros automóviles utilitarios, pasando por el intercambio de recetas del auténtico pudding de Yorkshire. Y siempre con un trasfondo literario que nos deja comentarios que son perlas, como el que se refiere a la necesidad de releer los libros de valía, o el que transcribimos a continuación, para nada academicista: “personalmente creo que no hay nada menos sacrosanto que un mal libro e incluso un libro mediocre”.

84, Charing Cross Road. Helene Hanff. Anagrama. 128 páginas.

Apología pro Vita Sua. John Henry Newman.

Apologia pro Vita Sua es probablemente la obra más conocida del beato John Henry Newman y se ha convertido en un clásico dentro de un género, el autobiográfico, que iniciara San Agustín con sus Confesiones, obra que guarda muchos paralelismos con ésta de Newman. En realidad no se trata de una biografía al uso, sino más bien, tal y como el propio autor confiesa, de una “historia de mis ideas religiosas”, motivada por la necesidad de defenderse de las acusaciones de traición y falsedad que recibió tras su entrada en la Iglesia católica. Escribía el autor que “no tengo una historia romántica que contar; si las he escrito [estas páginas] es porque considero mi deber decir las cosas tal como pasaron”. Se trata, pues, de una historia en la que las interioridades, los pensamientos y los sentimientos de Newman acaparan el primer plano por encima de los sucesos exteriores, opción muy arriesgada pero que en el caso de una persona y un itinerario como los de Newman nos han dejado una apasionante biografía.

Inicia Newman su recorrido por su infancia, donde destaca uno de los rasgos claves para comprender su largo camino hasta Roma: cómo Dios se fue valiendo de múltiples e incluso enfrentadas personas y opiniones, algunas abiertamente erróneas, para llevarle hasta la Verdad. John Henry Newman fue un niño de natural religioso, convencido de la existencia de un mundo inmaterial,  aunque dado a fantasear acerca de los ángeles y, como él mismo confiesa, muy supersticioso. Al llegar a la adolescencia, las malas lecturas (Paine, Hume, Voltaire) le hicieron dudar de la inmortalidad del alma y pusieron en riesgo su fe. Pero a sus quince años, en el otoño de 1861, Dios se valdrá del reverendo Walter Mayers para poner en las manos del adolescente Newman una serie de obras calvinistas que tuvieron el efecto  de fijar “en mi inteligencia impresiones de lo que es un dogma, que, por la misericordia de Dios, nunca se han borrado ni oscurecido”. La Divina Providencia iba sembrando en el alma de Newman, permitiendo que arraigase lo verdadero (“de las máximas calvinistas, la única que echó raíces en mi espíritu fue la certidumbre del cielo y el infierno, del favor y la cólera divina, de la existencia de justificados y no justificados”), mientras el error recibido desaparecía. Así, otro de los efectos de estas lecturas calvinistas fue el convencimiento de “que la conversión interior de que tenía conciencia perduraría en la vida futura, y que yo estaba escogido para la vida eterna. […] La mantuve hasta la edad de veintiún años, en que gradualmente se fue desvaneciendo”. Newman abrazaba de este modo  la verdadera doctrina del dogma dejando de lado el error calvinista de la predestinación.

La siguiente persona que puso Dios en su camino fue Thomas Scott, de quien escribe que “humanamente hablando, le debo casi mi alma”. Tal fue su influencia que el retrato que encontramos de Scott es, leído con la perspectiva que nos concede el tiempo, un retrato fiel de algunos de los rasgos más destacados del propio Newman: “su audaz despreocupación del qué dirán y su vigorosa independencia de ideas. Scott seguía a la verdad dondequiera que lo llevara, comenzando por el unitarismo y acabando en una fe celosa de la Santísima Trinidad”. Esta misma actitud será vivida por Newman con radicalidad y coherencia, como no podía ser de otro modo en quien escribe: “durante años yo aprovechaba casi como proverbios lo que consideraba ser la quintaesencia de su doctrina: la santidad antes que la paz”.
Newman siguió dando forma a sus ideas teológicas de un modo peculiar, encontrando y sujetando firmemente aquellos retazos de verdad que iba encontrando mezcladas en los muchos errores que se le presentaban. Gracias a la obra del arzobispo de Canterbury, Sumner, se convenció de la regeneración bautismal, abandonando los últimos residuos de calvinismo; en Hawkins descubriría la doctrina de la tradición y en el reverendo William James la doctrina de la sucesión apostólica. De este modo, a través de las verdades católicas que perviven en autores heterodoxos, la Divina Providencia le guiaba hacia la Verdad final, aunque el camino aún era largo y algunos prejuicios, en especial el anti-romano, fueron difíciles de dejar de lado. Si la lectura de la Historia de la Iglesia de Milner le hizo enamorarse con facilidad de san Agustín y san Ambrosio, la lectura de Newton sobre las profecías hizo que quedara “firmemente convencido de que el Papa era el anticristo predicho por Daniel, San Pablo y San Juan”.

En este camino siempre acompañaron a Newman los Padres de la Iglesia y las disputas en que se vieron envueltos y en las que descubría paralelos con la situación que le tocaba a él vivir. Newman se lanzó a estudiar a los Padres con un rigor y seriedad que resulta difícil de imaginar por quienes vivimos en una época de estudios superficiales. No es este el estilo de Newman, quien en las vacaciones mayores de 1828 toma la determinación de “leer cronológicamente a los Padres de la Iglesia, empezando por Ignacio y Justino”. Pensando que “la Iglesia en Inglaterra estaba sustancialmente fundada en los Padres”, Newman se volcó en “divulgar en la más plena medida sus enseñanzas y escritos”, sin sospechar que este camino le llevaría hasta la Iglesia católica que, por aquel entonces, aún miraba con desdén.

Precisamente para cambiar su percepción de la Iglesia católica fue determinante la influencia de Hurrell Froude, un anglocatólico, “gran tory de la estampa de los caballeros”, quien le enseñó a “mirar con admiración a la Iglesia de Roma y a aborrecer en el mismo grado la reforma protestante”. Además, a la relación con Froude debe Newman dos de los puntales de su credo: la devoción a la Virgen y la creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Junto con Froude, John Keble fue el otro gran impulsor de los inicios del Movimiento de Oxford, al que tan pronto se sumaría Newman y del que sería su alma e inspirador. De Keble escribe Newman que gracias a él aprendió la doctrina de los sacramentos y la noción de “comunión de los santos”. Pero por encima de todo, el Movimiento de Oxford nacía para combatir la infección de liberalismo que se estaba extendiendo por la iglesia anglicana. En efecto, Newman “sentía espanto ante el provenir de su Iglesia” porque juzgaba, atinada y proféticamente, como podemos afirmar a la vista de lo sucedido en nuestros tiempos, “que si el liberalismo llegaba a asentar su pie dentro de ella, su victoria era segura”. Además, se daba la aparente paradoja de que, por su peculiar naturaleza sometida al poder secular, con la llegada del gobierno whig y lo que supuso en la manera de repartir los favores eclesiásticos, “las ideas liberales se introducirían por autoridad en el país”. Dominada por los principios protestantes, la iglesia anglicana se le presentaba como impotente para enfrentarse a los embates del liberalismo. Es por ello que se decidió a impulsar, con todas sus fuerzas, “una nueva reforma”.

El instrumento de esta reforma serán los Tracts for the times, una serie de escritos que fueron abordando distintas cuestiones teológicas a partir de los tres principios que en aquella época Newman tenía como fundamento solidísimo:
1.    “El primero era el principio del dogma. Mi batalla era contra el liberalismo, y por liberalismo entiendo el principio antidogmático y sus consecuencias”.
2.    “Que hay una Iglesia visible, con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible”.
3.    “Que el Papa era el anticristo”.

Este tercer punto, no sin una larga tradición en el protestantismo, fue sucesivamente suavizado, bajo la influencia antes citada de Froude, hasta llegar, en palabras del propio Newman, a ser pisoteado. Así, pasó de considerar “que la Iglesia de Roma se había ligado a la causa del anticristo en el concilio de Trento” a “comprender que el Concilio de Trento fue el gran giro de la historia de la Roma cristiana” y sentirse “tan libre como gozoso de hablar en su alabanza”. Esta evolución no pasó desadvertida y pronto Newman fue acusado de papismo, a lo que respondía: “Cierto, parece que vamos derechos al papismo; pero seguid adelante y llegaréis a una profunda sima del camino que hace imposible toda efectiva aproximación”. En esta época, en 1837, Newman escribe su Ensayo sobre la justificación, “que estaba dirigido contra la afirmación de Lutero de que la justificación por la sola fe era la doctrina cardinal del cristianismo y que en este punto no había diferencia real entre Roma y el anglicanismo”. Se equivocaba, tanto en las diferencias entre anglicanos y católicos como en que no había riesgo de papismo, seguro como estaba de que los Padres de la Iglesia eran la base de la iglesia de Inglaterra, pero el Señor se valía de esas falsas pretensiones para llevarle al puerto de Roma.

Los Tracts alcanzaron gran difusión y popularidad, algo a lo que no fue ajeno el modo de argumentación rigurosa pero que nunca rehuía la polémica de Newman. Bastará citar un par de párrafos para hacernos una idea de a lo que nos estamos refiriendo: “Por grande que fuera la calamidad para el país, no pudiéramos desearles a los obispos término más afortunado de su carrera que el despojo de sus bienes y el martirio”, o “Los heresiarcas deben ser tratados sin misericordia, hacen el oficio del tentador y, por lo que atañe a sus errores, deben ser tratados por la autoridad competente como demonios encarnados. Perdonarlos es falsa y peligrosa compasión. Es poner en peligro las almas de millares y falta de caridad para con ellos mismos”. La llegada del doctor Pusey, hombre erudito y sobrio, al ya entonces llamado Movimiento Tractariano aportó una “mayor seriedad, más cuidado y más sentido de la responsabilidad en los tratados”.

El Movimiento de Oxford, y Newman en particular, alcanzaron un notable apogeo en 1839, provocando enormes tensiones que causarían el choque cada vez más inevitable con la iglesia anglicana. Los enemigos del Movimiento escribían alarmados: “Estas doctrinas han hecho ya espantosos progresos. Una de las mayores iglesias de Brighton se llena para oírlas, lo mismo que la iglesia de Leeds. Hay pocas ciudades de importancia las que no hayan llegado. Son defendidas en los periódicos y en la prensa en general. Se han infiltrado incluso en la Cámara de los Comunes”. Y un obispo escribía en una pastoral: “Está tomando cada día aspecto más serio y alarmante. Bajo la pretensión especiosa de respeto a la antigüedad y a los modelos primitivos, se están minando los comienzos de la iglesia protestante por hombres que habitan dentro de sus muros”. Pero la ruptura, y el escándalo, llegaría con el Tract 90, obra de Newman, en el que se intentaba hacer una lectura católica de los treinta y nueve artículos que profesa la iglesia anglicana, intentando demostrar que sólo se oponían a los “errores dominantes de Roma”, pero que no se oponían a la doctrina católica. El tratado “fue acogido con una súbita tormenta de indignación en todo el país”, las desautorizaciones y condenas se multiplicaron, incluyendo tanto a su obispo como a los cargos de Oxford; las consecuencias para Newman no se hicieron esperar: “mi puesto en el Movimiento estaba acabado, la confianza pública se había desvanecido y yo me quedaba sin empleo”.  Pero incluso en estos durísimos momentos, Newman es consciente de que la Divina Providencia le guía y le cuida: “Me di cuenta de que una dulce providencia me había sacado de una posición imposible para el futuro”, aunque a veces se valga de un “golpe que echaría de mi imaginación todos los términos medios y componendas para siempre”.
Se abre así, por la fuerza de las circunstancias, una nueva etapa en el peregrinar de John Henry Newman, ahora recluido en Littlemore, y en la que no se buscará ya retorcer la interpretación para dar a luz una Vía Media soñada, sino en la que la guía será construir desde cimientos sólidos, lo que le acercaría más a Roma: “Si bien el fin del Movimiento era oponernos al liberalismo del día, yo me percaté cabalmente no ser esto posible por meras negociaciones. Era menester para nosotros tener una teoría positiva sobre la Iglesia, levantada sobre bases sólidas. Esto me llevó a estudiar los grandes teólogos anglicanos, y entonces me di de pronto cuenta, naturalmente, de que no era posible formar teoría alguna sin cruzarse con la doctrina de la Iglesia de Roma”.

Unas de las páginas más impresionantes de la Apologia son aquellas que dedica a su estudio de los monofisitas y en las que su sinceridad y honestidad se traslucen con una luz especialmente intensa. La cuestión ya había sido estudiada por Newman con anterioridad y había provocado “por vez primera la duda de que el anglicanismo fuera sostenible”. Pero ahora la duda dejará paso primero a la alarma y después a la conclusión, terrible para quien hablaba del anglicanismo como de su casa, “a la que me ligaban tantos vínculos, tan fuertes como dulces”, de que, en efecto, la verdad estaba de parte de la Iglesia de Roma. Así describe este golpe el propio Newman: “¡Yo era un monofisita! La Iglesia de la Vía Media estaba en la misma situación que la comunión oriental; Roma estaba donde está ahora y los protestantes eran los eutiquianos”. Y sigue: “Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y los monofisitas eran herejes si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los padres de Trento que no fueran también contra los padres de Calcedonia; difícil de condenar  a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo V”. Y para remachar esta evidencia, Newman fue a parar, a través de un amigo, con la siguiente sentencia de San Agustín, que hasta entonces le había pasado desapercibida: El juicio de la Iglesia universal es seguro. “Por estas grandes palabras – escribe Newman – del antiguo Padre, la teoría de la Vía Media quedaba hecha polvo”.

Estas reflexiones volvieron a la mente de Newman al estudiar, en el verano de 1841, a los arrianos. Una vez más la Divina Providencia hablaba alto y fuerte, pues como él mismo confiesa, “yo no lo busqué; estaba leyendo y escribiendo en lo que era mi campo de estudio, lejos de la controversia del día; pero vi claramente que en la historia del arrianismo, los arrianos puros eran los protestantes, los semiarrianos, los anglicanos, y que Roma era ahora lo que fue entonces”. Los ataques generalizados ya entre los anglicanos contra Newman y el Movimiento de Oxford y la erección del obispado anglicano de Jerusalén (sobre la que escribió que fue un tercer golpe que sacudió su fe en la iglesia anglicana, pues “esta iglesia no sólo prohibía toda simpatía o toda relación con la Iglesia de Roma, sino que estaba tramando una interconfesión con la Prusia protestante y con la herejía de los orientales”) convirtieron a Newman en un huérfano espiritual, incapaz ya de considerar el anglicanismo como su hogar pero aún sin las suficientes fuerzas para dar el paso y entrar en comunión con Roma. Así, solicita en 1843 su reducción al estado laical, no viéndose capaz de “ir a Roma mientras pensara como pensaba acerca de las devociones a la Santísima Virgen y a los santos”.

Para superar estas últimas objeciones refiere Newman que fue clave su estudio de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, que le impactaron al encontrar en ellos al alma sola frente a Dios, el solus cum solo que él intentaba vivir. También la ayudaron en esta tarea los libritos de devociones populares a un penique que el Doctor Russell le envió y que le hicieron comprender lo errado de sus prejuicios: “al repasarlos me quedé sorprendido de cuán distintos eran de cómo yo me los había imaginado, de lo poco que había en ellos sobre lo que pudiera poner objeciones reales”. Los últimos obstáculos eran removidos y ya no existían objeciones de peso para no dar el paso a la Iglesia Católica Romana. Así, en febrero de 1843 hizo “una retractación formal de todas las cosas duras que había dicho contra la Iglesia de Roma” y en septiembre del mismo año renunciaba a su “beneficio de Santa María, Littlemore inclusive”. Newman había llegado a esta certidumbre: “mi profunda e invariable convicción de que nuestra iglesia es cismática y mi salvación depende de mi unión a la Iglesia de Roma”. Curiosamente, lo que más le frenó a Newman para dar este paso final fue el temor, luego confirmado, de que su marcha significaría el triunfo del liberalismo en el seno de la confesión anglicana. Y es que Newman era muy consciente de que “no hay más que dos alternativas: el camino de Roma y el camino del ateísmo. El anglicanismo es la estación a medio camino, de un lado, y el liberalismo la estación a medio camino del otro”.

Cuando empieza a trabajar en su Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina, sus últimas dificultades se iban aclarando, “de manera que dejé de hablar de de los católicos romanos y los llamé con audacia los católicos. Antes de terminar resolví entrar en la Iglesia Católica”. Resulta bonito leer, en la obra que estamos glosando, cómo el Newman inmerso en múltiples polémicas teológicas encuentra la paz y el sosiego al entrar en comunión con Roma, no antes, pues esta paz, el que todo encaje, no es completamente previo a su paso final, sino consecuencia del mismo. Escuchemos del propio Newman los efectos de su entrada en la Iglesia Católica que ahora, con toda su autoridad, lo ha declarado beato: “Desde el momento que me hice católico he estado en perfecta paz y contento, nunca he tenido una duda. Fue como un llegar al puerto tras una borrasca. Tampoco me ha supuesto turbación alguna la aceptación de los artículos adicionales que no se encuentran en el credo anglicano. Algunos los creía ya, pero ninguno de ellos ha sido para mí una prueba. Al ser recibido en la Iglesia católica hice profesión de ellos con la mayor facilidad. Hay quienes dicen que la doctrina de la transustanciación es difícil de creer; yo no la creí hasta que fui católico. No tuve dificultad en creerla apenas creí que la Iglesia católica romana es el oráculo de Dios y ella ha declarado que esta doctrina pertenece a la revelación originaria”.

Apologia pro Vita Sua. John Henry Newman. El Buey Mudo. 360 páginas

Tipos diversos. G. K. Chesterton.

Leer a Chesterton siempre es una delicia… y una fuente de sorpresas agradables. Uno de sus libros recientemente publicados en España, Tipos diversos, confirma esta apreciación.

Estamos ante una colección de veinte retratos breves (de seis a ocho páginas) que fue publicada en su versión definitiva, la que ahora llega a nuestras manos, en 1908. Los personajes, con predominio de los provenientes del ámbito anglosajón, son variados: desde la Reina Victoria a Stevenson, desde Byron a Savonarola, desde Tolstoi a Walter Scott. Cuando uno revisa el índice tiene la tentación de dirigirse a aquellos que más conocemos y ante los que nuestra curiosidad es más intensa, deseosa de conocer lo que Chesterton tiene que decir de ellos. Ese acercamiento al libro, no obstante, me parece erróneo. Voy a argumentar porqué.

Ese planteamiento tendría sentido si estuviésemos ante una colección de biografías al uso, pero estamos ante Chesterton. Y además ante unas “microbiografías”, en realidad un par trazos que dibujan algo esencial del personaje pero que no pretenden explicárnoslo exhaustivamente. La pretensión de Chesterton es mostrar algún rasgo que, oculto o mal entendido por regla general, son claves para comprender al personaje y para comprender también algún aspecto recurrente en la peculiar y riquísima visión que del mundo tiene nuestro autor. Se agradece un cierto conocimiento precio del retratado, aunque tampoco es imprescindible, porque de lo que se trata es de ir desgranando las grandes intuiciones, los grandes descubrimientos, las grandes certezas que Chesterton quiere compartir con sus lectores.

Así, en las páginas más inesperadas, dedicadas a un personaje caído en el olvido (si es que alguna vez fue célebre más allá del canal de la Mancha) o que a priori encierra un interés mínimo, salta la liebre y Chesterton nos deleita con comentarios enjundiosos y miradas reveladoras. Los temas que nos van saliendo al paso son los clásicos chestertonianos, muchos de ellos enunciados brevemente pero con toda la brillantez que caracteriza a Chesterton. Algunos, que todo lector chestertoniano reconocerá fácilmente, son el carácter de las promesas, la infelicidad de quien busca el placer, la necesidad de la alabanza, la mirada inocente sobre la Creación, la crítica a partir de las virtudes del criticado, el ascetismo como alegría, la naturaleza de la locura, la naturalidad de la poesía, la necesidad de mirar las cosas como la primera vez, la diferencia entre humanidad y hombres, la profundidad de lo superficial o la insensatez del progresismo que piensa que lo pasado es peor que lo presente por el hecho de serlo (lo que está ya condenando esta afirmación, es cuestión de tiempo). Puro Chesterton, vamos.

Por último reseñar la magnífica traducción de Victoria León, tarea ésta mucho más difícil de la que uno podría pensar a primera vista (basta asomarse a los originales en inglés para percatarse de esto) y la cuidada edición de Espuela de Plata.

Tipos diversos. G. K. Chesterton. Espuela de Plata. 184 págs.

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