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Los muchachos de la calle Pál. Ferenc Molnár.

Déjenme decirlo desde un primer momento: los muchachos de la calle Pál es una obra magistral en su clase que merece estar en ese selecto club de los libros que nos han divertido y conmovido a un tiempo, enseñándonos mucho más de lo que una mirada simplista podría prever. No es de extrañar que la obra de Molnár (por cierto, su verdadero apellido era Neumann, judío, y prefirió firmar como Molnár, molinero en húngaro, para que se le identificara en el exterior de su país como escritor húngaro) sea considerada ya un clásico y que haya sido traducida a numerosas lenguas. Me atrevo a decir que si en vez de estar escrita en húngaro su lengua original fuera el inglés, estaríamos ante una novela juvenil ampliamente conocida y que contaría ya con varias versiones cinematográficas (existe una, húngara, del año 68, que fue nominada al Oscar a la mejor película extranjera , muy difícil de conseguir).

La historia que nos cuenta es sencilla: en Budapest, año 1907, un grupo de escolares se divierten por las tardes en un descampado, el grund, que consideran su territorio, su patria de juegos y complicidades. Otra pandilla de otro colegio, los Camisas Rojas, cuyo territorio es un islote del Jardín Botánico, planea invadir el grund y echar de allí a los muchachos de la calle Pál para conseguir un lugar en el que poder jugar a la pelota en condiciones. El anunciado conflicto se va tejiendo a través de las personalidades de unos chicos que están estrenando la adolescencia, finamente retratados y que pronto nos resultan familiares.

El libro está muy bien escrito, con un dominio del tempo envidiable y una combinación envidiable de descripción costumbrista, sentido del humor, fino análisis psicológico y vivísimos diálogos. Pero lo que más me ha llamado la atención, y en lo que creo que radica el gran valor de esta obra, es en la capacidad de Molnár de presentar temas de gran calado a través de una novela que se lee al mismo tiempo con fruición. La necesidad de un espacio vital, los motivos triviales que pueden estar en el origen de una guerra, las relaciones dentro de un grupo, la traición, el perdón, la redención, la valentía, el valor de los humildes, el respeto al enemigo, la amistad, todo ello va desgranándose magistralmente en esta novela que, además, nos recuerda que la dura realidad puede hacer su aparición, sin avisar, en la vida real. Y como toda buena narración juvenil, estos muchachos de la calle Pál puede ser también leída con provecho por los adultos que no han caído en las garras del esnobismo.

La obra tiene, en mi opinión, dos dificultades. La primera es que no está escrita en el lenguaje banal y empobrecido que hoy domina habitualmente. Molnár escribía para adolescentes con cierto bagaje léxico y que, en cualquier caso, no tiraban la toalla ante alguna palabra desconocida. La segunda es el contexto, el Budapest de hace un siglo y sus usos y costumbres, y que algún lector puede encontrar difícil de sumergirse en él. Pero las dos dificultades se esfuman una vez avanzamos un poco en el libro y nos convertimos en moradores del grund. La recomendación de la editorial a partir de los 14 años me parece que refleja esta cierta exigencia (tampoco se asusten, no estamos ante la Divina Comedia).

Libro, en definitiva, muy recomendable, llamado a consolidarse este los imprescindibles de la literatura juvenil.

Los muchachos de la calle Pál. Ferenc Molnár. Bambú. 216 páginas.

El último leopardo. Lauren St. John.

El último leopardo es la tercera entrega de la serie que se iniciara con La jirafa blanca y continuara con La canción del delfín, relatos que narran las aventuras de una niña, Martine, que tras quedarse huérfana con apenas once años se traslada a vivir con su abuela a una reserva natural y que en esta ocasión la debe acompañar hasta Zimbabue. La elección de este escenario no es casual; la autora, Lauren St John, nació en lo que en aquel momento era Rodesia y desde su independencia conocemos como Zimbabue, en el seno de una familia de granjeros blancos, ese colectivo que hizo de aquel país un lugar magnífico y que el sátrapa Mugabe se ha empeñado en erradicar, aunque por el camino también destruya al país. A diferencia de tantas novelas ambientadas en África que pecan de exotismo, las obras de St John resultan creíbles y nada forzadas en su ambientación y personajes, sin por ello dejar de ser muy africanas.
Es importante, cuando valoramos una novela de aventuras, no perder de vista que, en primer lugar, debe funcionar como lo que es. En este caso el objetivo se cumple: está bien armada y se lee con gusto e interés, manteniendo en todo momento la intriga y jugando con subtramas paralelas que hacen que el lector avance, casi sin detenerse, por las páginas del libro.

Una vez sentado esto, podemos entrar a valorar otros aspectos. En primer lugar el trasfondo, presente en las tres obras antes señaladas, de defensa de una fauna amenazada por los humanos desaprensivos, cazadores furtivos que no reparan en medios para cazar al último leopardo de la zona en esta obra. Nada que objetar a tan noble empresa que nos recuerda que los hombres somos administradores de los bienes terrenales y no podemos agotarlos irresponsablemente, al contrario, debemos legarlos, a ser posible mejorados, a las generaciones que nos siguen. Si se puede hacer una objeción a este enfoque es la de que a menudo, y St John tampoco es excepción, para ganarse la complicidad del lector se tiende a humanizar a los animales, de modo que puedan despertar en nosotros sentimientos de hermandad (no otro artificio acostumbra a utilizar Walt Disney). En este caso el empleo de este recurso es evidente, partiendo ya de que Martine, la protagonista, habla con los animales. El resultado generalizado de este enfoque lo podemos ver a nuestro alrededor: niños, y no tan niños, poseedores de una sensibilidad hacia los animales enfermiza y desproporcionada, a quienes parece normal que existan hoteles para perros y no ven ningún problema en que un hombre duerma entre periódicos en un cajero automático.

El estilo de las obras de Lauren St John ha sido calificado, en mi opinión con acierto, como realismo mágico africano, por su combinación de una puesta en escena realista y documentada con unos sucesos en los que lo imposible, lo mágico, lo que supera lo meramente natural, sucede con toda naturalidad. La autora afirma que esto es normal, pues es el ambiente que se respira en África. Concedido, y además no seré yo quien abogue por un rígido realismo que extirpe la magia de los relatos, pero sí creo que se debe de ser más claro a la hora de enunciar las reglas del juego. Si éstas aceptan lo mágico, bien, pero que no me intenten colar los remedios de curanderos y sangomas como realidades incuestionables. Que la sugestión pueda hacer que muchos africanos los contemplen como reales no justifica que mis hijos tengan que tragárselo.

En definitiva, una obra bien construida, de la que destaco la trama de intriga (que no se aleja tanto de las pergeñadas por Enid Blyton) y una magnífica ambientación, pero que hay que leer con cuidado de discernir entre realidad y libertades literarias para no acabar criando niños sensibleros.

El último leopardo. Lauren St John. Salamandra. 192 páginas.

Apología pro Vita Sua. John Henry Newman.

Apologia pro Vita Sua es probablemente la obra más conocida del beato John Henry Newman y se ha convertido en un clásico dentro de un género, el autobiográfico, que iniciara San Agustín con sus Confesiones, obra que guarda muchos paralelismos con ésta de Newman. En realidad no se trata de una biografía al uso, sino más bien, tal y como el propio autor confiesa, de una “historia de mis ideas religiosas”, motivada por la necesidad de defenderse de las acusaciones de traición y falsedad que recibió tras su entrada en la Iglesia católica. Escribía el autor que “no tengo una historia romántica que contar; si las he escrito [estas páginas] es porque considero mi deber decir las cosas tal como pasaron”. Se trata, pues, de una historia en la que las interioridades, los pensamientos y los sentimientos de Newman acaparan el primer plano por encima de los sucesos exteriores, opción muy arriesgada pero que en el caso de una persona y un itinerario como los de Newman nos han dejado una apasionante biografía.

Inicia Newman su recorrido por su infancia, donde destaca uno de los rasgos claves para comprender su largo camino hasta Roma: cómo Dios se fue valiendo de múltiples e incluso enfrentadas personas y opiniones, algunas abiertamente erróneas, para llevarle hasta la Verdad. John Henry Newman fue un niño de natural religioso, convencido de la existencia de un mundo inmaterial,  aunque dado a fantasear acerca de los ángeles y, como él mismo confiesa, muy supersticioso. Al llegar a la adolescencia, las malas lecturas (Paine, Hume, Voltaire) le hicieron dudar de la inmortalidad del alma y pusieron en riesgo su fe. Pero a sus quince años, en el otoño de 1861, Dios se valdrá del reverendo Walter Mayers para poner en las manos del adolescente Newman una serie de obras calvinistas que tuvieron el efecto  de fijar “en mi inteligencia impresiones de lo que es un dogma, que, por la misericordia de Dios, nunca se han borrado ni oscurecido”. La Divina Providencia iba sembrando en el alma de Newman, permitiendo que arraigase lo verdadero (“de las máximas calvinistas, la única que echó raíces en mi espíritu fue la certidumbre del cielo y el infierno, del favor y la cólera divina, de la existencia de justificados y no justificados”), mientras el error recibido desaparecía. Así, otro de los efectos de estas lecturas calvinistas fue el convencimiento de “que la conversión interior de que tenía conciencia perduraría en la vida futura, y que yo estaba escogido para la vida eterna. […] La mantuve hasta la edad de veintiún años, en que gradualmente se fue desvaneciendo”. Newman abrazaba de este modo  la verdadera doctrina del dogma dejando de lado el error calvinista de la predestinación.

La siguiente persona que puso Dios en su camino fue Thomas Scott, de quien escribe que “humanamente hablando, le debo casi mi alma”. Tal fue su influencia que el retrato que encontramos de Scott es, leído con la perspectiva que nos concede el tiempo, un retrato fiel de algunos de los rasgos más destacados del propio Newman: “su audaz despreocupación del qué dirán y su vigorosa independencia de ideas. Scott seguía a la verdad dondequiera que lo llevara, comenzando por el unitarismo y acabando en una fe celosa de la Santísima Trinidad”. Esta misma actitud será vivida por Newman con radicalidad y coherencia, como no podía ser de otro modo en quien escribe: “durante años yo aprovechaba casi como proverbios lo que consideraba ser la quintaesencia de su doctrina: la santidad antes que la paz”.
Newman siguió dando forma a sus ideas teológicas de un modo peculiar, encontrando y sujetando firmemente aquellos retazos de verdad que iba encontrando mezcladas en los muchos errores que se le presentaban. Gracias a la obra del arzobispo de Canterbury, Sumner, se convenció de la regeneración bautismal, abandonando los últimos residuos de calvinismo; en Hawkins descubriría la doctrina de la tradición y en el reverendo William James la doctrina de la sucesión apostólica. De este modo, a través de las verdades católicas que perviven en autores heterodoxos, la Divina Providencia le guiaba hacia la Verdad final, aunque el camino aún era largo y algunos prejuicios, en especial el anti-romano, fueron difíciles de dejar de lado. Si la lectura de la Historia de la Iglesia de Milner le hizo enamorarse con facilidad de san Agustín y san Ambrosio, la lectura de Newton sobre las profecías hizo que quedara “firmemente convencido de que el Papa era el anticristo predicho por Daniel, San Pablo y San Juan”.

En este camino siempre acompañaron a Newman los Padres de la Iglesia y las disputas en que se vieron envueltos y en las que descubría paralelos con la situación que le tocaba a él vivir. Newman se lanzó a estudiar a los Padres con un rigor y seriedad que resulta difícil de imaginar por quienes vivimos en una época de estudios superficiales. No es este el estilo de Newman, quien en las vacaciones mayores de 1828 toma la determinación de “leer cronológicamente a los Padres de la Iglesia, empezando por Ignacio y Justino”. Pensando que “la Iglesia en Inglaterra estaba sustancialmente fundada en los Padres”, Newman se volcó en “divulgar en la más plena medida sus enseñanzas y escritos”, sin sospechar que este camino le llevaría hasta la Iglesia católica que, por aquel entonces, aún miraba con desdén.

Precisamente para cambiar su percepción de la Iglesia católica fue determinante la influencia de Hurrell Froude, un anglocatólico, “gran tory de la estampa de los caballeros”, quien le enseñó a “mirar con admiración a la Iglesia de Roma y a aborrecer en el mismo grado la reforma protestante”. Además, a la relación con Froude debe Newman dos de los puntales de su credo: la devoción a la Virgen y la creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Junto con Froude, John Keble fue el otro gran impulsor de los inicios del Movimiento de Oxford, al que tan pronto se sumaría Newman y del que sería su alma e inspirador. De Keble escribe Newman que gracias a él aprendió la doctrina de los sacramentos y la noción de “comunión de los santos”. Pero por encima de todo, el Movimiento de Oxford nacía para combatir la infección de liberalismo que se estaba extendiendo por la iglesia anglicana. En efecto, Newman “sentía espanto ante el provenir de su Iglesia” porque juzgaba, atinada y proféticamente, como podemos afirmar a la vista de lo sucedido en nuestros tiempos, “que si el liberalismo llegaba a asentar su pie dentro de ella, su victoria era segura”. Además, se daba la aparente paradoja de que, por su peculiar naturaleza sometida al poder secular, con la llegada del gobierno whig y lo que supuso en la manera de repartir los favores eclesiásticos, “las ideas liberales se introducirían por autoridad en el país”. Dominada por los principios protestantes, la iglesia anglicana se le presentaba como impotente para enfrentarse a los embates del liberalismo. Es por ello que se decidió a impulsar, con todas sus fuerzas, “una nueva reforma”.

El instrumento de esta reforma serán los Tracts for the times, una serie de escritos que fueron abordando distintas cuestiones teológicas a partir de los tres principios que en aquella época Newman tenía como fundamento solidísimo:
1.    “El primero era el principio del dogma. Mi batalla era contra el liberalismo, y por liberalismo entiendo el principio antidogmático y sus consecuencias”.
2.    “Que hay una Iglesia visible, con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible”.
3.    “Que el Papa era el anticristo”.

Este tercer punto, no sin una larga tradición en el protestantismo, fue sucesivamente suavizado, bajo la influencia antes citada de Froude, hasta llegar, en palabras del propio Newman, a ser pisoteado. Así, pasó de considerar “que la Iglesia de Roma se había ligado a la causa del anticristo en el concilio de Trento” a “comprender que el Concilio de Trento fue el gran giro de la historia de la Roma cristiana” y sentirse “tan libre como gozoso de hablar en su alabanza”. Esta evolución no pasó desadvertida y pronto Newman fue acusado de papismo, a lo que respondía: “Cierto, parece que vamos derechos al papismo; pero seguid adelante y llegaréis a una profunda sima del camino que hace imposible toda efectiva aproximación”. En esta época, en 1837, Newman escribe su Ensayo sobre la justificación, “que estaba dirigido contra la afirmación de Lutero de que la justificación por la sola fe era la doctrina cardinal del cristianismo y que en este punto no había diferencia real entre Roma y el anglicanismo”. Se equivocaba, tanto en las diferencias entre anglicanos y católicos como en que no había riesgo de papismo, seguro como estaba de que los Padres de la Iglesia eran la base de la iglesia de Inglaterra, pero el Señor se valía de esas falsas pretensiones para llevarle al puerto de Roma.

Los Tracts alcanzaron gran difusión y popularidad, algo a lo que no fue ajeno el modo de argumentación rigurosa pero que nunca rehuía la polémica de Newman. Bastará citar un par de párrafos para hacernos una idea de a lo que nos estamos refiriendo: “Por grande que fuera la calamidad para el país, no pudiéramos desearles a los obispos término más afortunado de su carrera que el despojo de sus bienes y el martirio”, o “Los heresiarcas deben ser tratados sin misericordia, hacen el oficio del tentador y, por lo que atañe a sus errores, deben ser tratados por la autoridad competente como demonios encarnados. Perdonarlos es falsa y peligrosa compasión. Es poner en peligro las almas de millares y falta de caridad para con ellos mismos”. La llegada del doctor Pusey, hombre erudito y sobrio, al ya entonces llamado Movimiento Tractariano aportó una “mayor seriedad, más cuidado y más sentido de la responsabilidad en los tratados”.

El Movimiento de Oxford, y Newman en particular, alcanzaron un notable apogeo en 1839, provocando enormes tensiones que causarían el choque cada vez más inevitable con la iglesia anglicana. Los enemigos del Movimiento escribían alarmados: “Estas doctrinas han hecho ya espantosos progresos. Una de las mayores iglesias de Brighton se llena para oírlas, lo mismo que la iglesia de Leeds. Hay pocas ciudades de importancia las que no hayan llegado. Son defendidas en los periódicos y en la prensa en general. Se han infiltrado incluso en la Cámara de los Comunes”. Y un obispo escribía en una pastoral: “Está tomando cada día aspecto más serio y alarmante. Bajo la pretensión especiosa de respeto a la antigüedad y a los modelos primitivos, se están minando los comienzos de la iglesia protestante por hombres que habitan dentro de sus muros”. Pero la ruptura, y el escándalo, llegaría con el Tract 90, obra de Newman, en el que se intentaba hacer una lectura católica de los treinta y nueve artículos que profesa la iglesia anglicana, intentando demostrar que sólo se oponían a los “errores dominantes de Roma”, pero que no se oponían a la doctrina católica. El tratado “fue acogido con una súbita tormenta de indignación en todo el país”, las desautorizaciones y condenas se multiplicaron, incluyendo tanto a su obispo como a los cargos de Oxford; las consecuencias para Newman no se hicieron esperar: “mi puesto en el Movimiento estaba acabado, la confianza pública se había desvanecido y yo me quedaba sin empleo”.  Pero incluso en estos durísimos momentos, Newman es consciente de que la Divina Providencia le guía y le cuida: “Me di cuenta de que una dulce providencia me había sacado de una posición imposible para el futuro”, aunque a veces se valga de un “golpe que echaría de mi imaginación todos los términos medios y componendas para siempre”.
Se abre así, por la fuerza de las circunstancias, una nueva etapa en el peregrinar de John Henry Newman, ahora recluido en Littlemore, y en la que no se buscará ya retorcer la interpretación para dar a luz una Vía Media soñada, sino en la que la guía será construir desde cimientos sólidos, lo que le acercaría más a Roma: “Si bien el fin del Movimiento era oponernos al liberalismo del día, yo me percaté cabalmente no ser esto posible por meras negociaciones. Era menester para nosotros tener una teoría positiva sobre la Iglesia, levantada sobre bases sólidas. Esto me llevó a estudiar los grandes teólogos anglicanos, y entonces me di de pronto cuenta, naturalmente, de que no era posible formar teoría alguna sin cruzarse con la doctrina de la Iglesia de Roma”.

Unas de las páginas más impresionantes de la Apologia son aquellas que dedica a su estudio de los monofisitas y en las que su sinceridad y honestidad se traslucen con una luz especialmente intensa. La cuestión ya había sido estudiada por Newman con anterioridad y había provocado “por vez primera la duda de que el anglicanismo fuera sostenible”. Pero ahora la duda dejará paso primero a la alarma y después a la conclusión, terrible para quien hablaba del anglicanismo como de su casa, “a la que me ligaban tantos vínculos, tan fuertes como dulces”, de que, en efecto, la verdad estaba de parte de la Iglesia de Roma. Así describe este golpe el propio Newman: “¡Yo era un monofisita! La Iglesia de la Vía Media estaba en la misma situación que la comunión oriental; Roma estaba donde está ahora y los protestantes eran los eutiquianos”. Y sigue: “Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y los monofisitas eran herejes si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los padres de Trento que no fueran también contra los padres de Calcedonia; difícil de condenar  a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo V”. Y para remachar esta evidencia, Newman fue a parar, a través de un amigo, con la siguiente sentencia de San Agustín, que hasta entonces le había pasado desapercibida: El juicio de la Iglesia universal es seguro. “Por estas grandes palabras – escribe Newman – del antiguo Padre, la teoría de la Vía Media quedaba hecha polvo”.

Estas reflexiones volvieron a la mente de Newman al estudiar, en el verano de 1841, a los arrianos. Una vez más la Divina Providencia hablaba alto y fuerte, pues como él mismo confiesa, “yo no lo busqué; estaba leyendo y escribiendo en lo que era mi campo de estudio, lejos de la controversia del día; pero vi claramente que en la historia del arrianismo, los arrianos puros eran los protestantes, los semiarrianos, los anglicanos, y que Roma era ahora lo que fue entonces”. Los ataques generalizados ya entre los anglicanos contra Newman y el Movimiento de Oxford y la erección del obispado anglicano de Jerusalén (sobre la que escribió que fue un tercer golpe que sacudió su fe en la iglesia anglicana, pues “esta iglesia no sólo prohibía toda simpatía o toda relación con la Iglesia de Roma, sino que estaba tramando una interconfesión con la Prusia protestante y con la herejía de los orientales”) convirtieron a Newman en un huérfano espiritual, incapaz ya de considerar el anglicanismo como su hogar pero aún sin las suficientes fuerzas para dar el paso y entrar en comunión con Roma. Así, solicita en 1843 su reducción al estado laical, no viéndose capaz de “ir a Roma mientras pensara como pensaba acerca de las devociones a la Santísima Virgen y a los santos”.

Para superar estas últimas objeciones refiere Newman que fue clave su estudio de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, que le impactaron al encontrar en ellos al alma sola frente a Dios, el solus cum solo que él intentaba vivir. También la ayudaron en esta tarea los libritos de devociones populares a un penique que el Doctor Russell le envió y que le hicieron comprender lo errado de sus prejuicios: “al repasarlos me quedé sorprendido de cuán distintos eran de cómo yo me los había imaginado, de lo poco que había en ellos sobre lo que pudiera poner objeciones reales”. Los últimos obstáculos eran removidos y ya no existían objeciones de peso para no dar el paso a la Iglesia Católica Romana. Así, en febrero de 1843 hizo “una retractación formal de todas las cosas duras que había dicho contra la Iglesia de Roma” y en septiembre del mismo año renunciaba a su “beneficio de Santa María, Littlemore inclusive”. Newman había llegado a esta certidumbre: “mi profunda e invariable convicción de que nuestra iglesia es cismática y mi salvación depende de mi unión a la Iglesia de Roma”. Curiosamente, lo que más le frenó a Newman para dar este paso final fue el temor, luego confirmado, de que su marcha significaría el triunfo del liberalismo en el seno de la confesión anglicana. Y es que Newman era muy consciente de que “no hay más que dos alternativas: el camino de Roma y el camino del ateísmo. El anglicanismo es la estación a medio camino, de un lado, y el liberalismo la estación a medio camino del otro”.

Cuando empieza a trabajar en su Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina, sus últimas dificultades se iban aclarando, “de manera que dejé de hablar de de los católicos romanos y los llamé con audacia los católicos. Antes de terminar resolví entrar en la Iglesia Católica”. Resulta bonito leer, en la obra que estamos glosando, cómo el Newman inmerso en múltiples polémicas teológicas encuentra la paz y el sosiego al entrar en comunión con Roma, no antes, pues esta paz, el que todo encaje, no es completamente previo a su paso final, sino consecuencia del mismo. Escuchemos del propio Newman los efectos de su entrada en la Iglesia Católica que ahora, con toda su autoridad, lo ha declarado beato: “Desde el momento que me hice católico he estado en perfecta paz y contento, nunca he tenido una duda. Fue como un llegar al puerto tras una borrasca. Tampoco me ha supuesto turbación alguna la aceptación de los artículos adicionales que no se encuentran en el credo anglicano. Algunos los creía ya, pero ninguno de ellos ha sido para mí una prueba. Al ser recibido en la Iglesia católica hice profesión de ellos con la mayor facilidad. Hay quienes dicen que la doctrina de la transustanciación es difícil de creer; yo no la creí hasta que fui católico. No tuve dificultad en creerla apenas creí que la Iglesia católica romana es el oráculo de Dios y ella ha declarado que esta doctrina pertenece a la revelación originaria”.

Apologia pro Vita Sua. John Henry Newman. El Buey Mudo. 360 páginas

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