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Un Punto Rojo. David A. Carter

Hay algo que hemos olvidado demasiado a menudo: el libro no es un ente de razón sino que, sea cual sea su contenido, se plasma en un objeto material. Del mismo modo que cuerpo y alma, en el hombre, se interrelacionan e influyen mutuamente, el contenido del libro y el mismo libro en su aspecto material forman una unidad en la que ambos aspectos deben ir al unísono. Esta verdad resultaba evidente en tiempos más artesanales en los que detrás de cada libro había alguien que había cuidado de cada detalle del libro que llegaba a nuestras manos, los buenos bibliófilos pueden constatarlo. La producción industrial trajo consigo la eliminación de todo detalle superfluo (sin lo superfluo la vida sería de una sordidez insoportable) y, por desgracia, la banalización y el empobrecimiento de la parte física del libro. Con, estoy convencido, un impacto considerable también en los contenidos. Porque, del mismo modo que uno no decora con, pongamos, tablas flamencas una chabola, la calidad de lo escrito se deteriora irremisiblemente cuando va a ser editado en una pobre edición en todos los sentidos.

Un Punto Rojo viene a confirmar una tendencia en la recuperación del libro como objeto que consideramos muy saludable. No es por casualidad que esta recuperación se haya iniciado en el terreno del libro infantil, región de la que nunca llegó a desaparecer. Porque si hay algo que un libro dirigido a los niños requiere es capacidad para fascinar, irracionalmente, antes incluso de cualquier lectura; eso vendrá luego. Y Punto rojo fascina, en silencio, jugando con el lector al más difícil todavía, jugando a sorprender con nuevas piruetas y golpes de efecto. El libro, aún no lo hemos dicho, consiste en una estructura narrativa muy sencilla: la búsqueda de un punto rojo en cada doble página en la que se despliegan una serie de objetos de cartulina articulada que se van incrementando desde el uno hasta el diez. Hasta aquí nada nuevo, previsible incluso. Pero el cómo… es un alarde de creatividad que no deja indiferente. Con la boca abierta abierta sí, indiferente nunca. Pasando las páginas de esta obra de arte, porque lo es, recreándose en ella, quien esto escribe no ha podido evitar sentirse como si estuviera en un palco del circo, a pie de pista, contemplando la sucesión de números que hacen realidad aquello del más difícil todavía.

Hemos hablado de obra de arte, porque en efecto lo es. Un arte menor, emparentado quizás con la papiroflexia, pero arte al cabo, que nos recuerda los nexos entre el arte y el libro (y aquí podríamos señalar a Doré, a las vanguardias de principios del siglo XX y a tantos otros). Si es cierto que, en cierto modo, somos lo que leemos (incluso en nuestros tiempos virtuales de predominio de la imagen: quien no lee se disuelve en el nihilismo ambiente), también es cierto que somos lo que vemos. El gusto se educa a través de la contemplación de lo bello, así que en los tiempos que corren es más necesario que nunca familiarizar a los niños con la belleza. Punto rojo es una buena manera de hacerlo, con la particularidad de que, como las películas de Pixar, gustan a pequeños y a mayores. Sólo me queda recomendarles que se acomoden bien y que, sin prisas, se zambullan en la búsqueda de este punto rojo, a buen seguro el final de la travesía les dejará con una sonrisa duradera y ganas de hacer partícipes de su descubrimiento a sus allegados.

Un punto rojo. David A. Carter. Combel. 18 páginas.

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