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Las ideas tienen consecuencias. Richard M. Weaver.

Hay libros que están justificados sólo por su título, y éste es uno de ellos. Hay también libros que se justifican con tan sólo leer el índice, y éste vuelve a ser uno de ellos. Si además el libro contiene ideas sugerentes, no es difícil entender porqué la obra de Weaver se ha convertido en un clásico del pensamiento conservador.

El libro empieza con atrevimiento, lo cual es algo de agradecer en los tiempos que corren. ¿A quién se le ocurre remontar la crisis de la civilización occidental al nominalismo de Guillermo de Occam? Pues así empieza su particular viaje intelectual Richard M. Weaver; un viaje con muchos elementos comunes con el de otros pensadores de filiación conservadora, como no podía ser de otro modo, y que va desgranando los elementos clave para, en su opinión, entender la crisis global en la que nos hayamos sumidos (y no sólo el último crash bursátil). Eso sí, sin abandonar nunca un tono provocativo, que no oculta sus vastos referentes ni su falta de complejos a la hora de alinearse en las filas de la reacción, y con abundantes momentos de genialidad que uno no puede leer sin regocijo y que vienen a ser retos intelectuales lanzados, como quien lanza el guante, en la cara del progresismo.

Repasemos algunos ejemplos. Weaver verá, en la insensibilidad del mundo ante su propia degradación una de las pruebas que la confirman. O criticará el legado del sentimentalismo imperante, que valora ante todo la inmediatez y que constituye la invasión vertical de los nuevos bárbaros… nuestros propios hijos. También denunciará el ataque a las formas como un modo de ataque contra la autoridad, ausente de este nuestro barco que se hunde. El capítulo dedicado al periodismo, La Gran Linterna Mágica, es brillantísimo, equiparando el sensacionalismo sin pudor con la pornografía. Y cuando escribe del fenómeno de la fragmentación de los saberes y de cómo el especialista vive al borde de la psicosis, uno no puede dejar de escuchar ecos chestertonianos, esos que nos hablan de unos locos racionales, pues lo han perdido todo menos la razón.

Por otra parte Weaver contempla como el odio a las jerarquías, la obsesión igualitarista, es una perversión que “reza que en las sociedades justas no puede haber distinciones”, allanando así el camino hacia la injusticia más absoluta, el socialismo que expulsa la libertad como generadora de desigualdad de la sociedad. Otro de los momentos más brillantes del libro es el dedicado a lo que Weaver llama “psicología del niño malcriado”, esa tiranía de los deseos que se ha convertido en hegemónica en nuestra sociedad. Por cierto, que nos advierte muy sensatamente de que un pueblo malcriado, que rehúye el esfuerzo, requiere un poder despótico. Los últimos acontecimientos parecen confirmar esta apreciación.

El libro, no obstante, no está libre de apreciaciones discutibles. En mi opinión, su platonismo obsesivo, su tendencia a plantear la vida como disyuntivas absolutas y una lectura parcial y superficial de Aristóteles, lastran algunos momentos de la obra. Pero es que no estamos ante un tratado escolástico, sino ante una explosión, un arrebato, de alguien que ve cómo nuestro mundo se desmorona mientras brindamos con champán.

Weaver tuvo, además, la valentía de proponer algunas soluciones. Y digo valentía porque es asumir grandes riegos hacer propuestas concretas, que se verán afectadas irremisiblemente por el transcurso del tiempo. Su ideal del caballero puede sonar a anacrónico, por ejemplo, pero haríamos bien en no despreciar algunas de las sugerencias que nos ofrece. Entre ellas destacaré dos: la piedad, y no la tolerancia, como fuente de aceptación de los otros seres y su defensa de la propiedad privada como último bastión a defender frente a las ofensivas bárbaras, pues defender la propiedad privada es defender el derecho a ser responsable.

Las ideas tienen consecuencias. Richard M. Weaver. El Buey Mudo. 224 páginas.

El Estado Servil, Hillaire Belloc.

Escribir sobre El Estado Servil, de Hillaire Belloc, puede parecer pretencioso; se ha escrito y discutido tanto sobre él que puede parecer presuntuoso el pretender aportar algo nuevo. Es lo que tiene haberse convertido en un clásico. No obstante, intentaremos decir algo, aprovechando la perspectiva que nos da la lectura a casi un siglo de su redacción (el libro apareció en 1913, un año antes de que estallara la Primera Guerra Mundial), en la esperanza de que mueva a algún lector a confrontarse con la argumentación, siempre rigurosa, desplegada por Belloc.

La tesis principal de lo que algunos han considerado el texto fundante de lo que se dio en llamar distributismo (un nombre horrible, como el propio Belloc confesaba) es que el capitalismo se encuentra en un camino sin salida debido a la concentración del capital en unas pocas manos y a la inseguridad que provoca entre las grandes masas de población meramente asalariadas. En esta situación, las posibilidades de futuro son, o bien el acceso al capital de muchísima más gente, el distributismo del que antes hablábamos, o bien el colectivismo comunista o, por último, lo que Belloc llama el Estado Servil. Desde la ventaja que nos da el transcurso del tiempo puede resultar fácil desacreditar algunos de los pronósticos que hace Belloc (por ejemplo, nuestro autor reconocía la limitación derivada de no conocerse una experiencia concreta de socialismo, algo que nosotros, menos afortunados, no podemos decir). Sin embargo, haríamos bien en analizar detenidamente lo que este libro afirma antes de descalificarlo.

En efecto, es francamente dudoso que hayamos avanzado mucho por la vía de la distribución del capital, pero Belloc ya advierte de las enormes dificultades que esa distribución comportaría y, de hecho, la cree harto improbable. El colectivismo ha fracasado, y nuestro autor también vio claro que su destino final era, en el camino de su aplicación, el generar algo diferente, precisamente el Estado Servil. De hecho, de lo que Belloc está convencido es del advenimiento del Estado Servil, que en una provocadora imagen relaciona con el estado de esclavitud, al que se asemeja y del que se diferencia solamente por los residuos de nuestra civilización cristiana que nos impiden aceptarlo abiertamente.

¿Pero estamos tan seguros de que no vivimos en algo que, al menos en algunos rasgos esenciales, se asemeja a ese Estado Servil que parecería tan lejano? De hecho la característica principal del Estado Servil es la falta de libertad política y económica a cambio de la “satisfacción de ciertas necesidades vitales y un nivel mínimo de bienestar, por debajo del cual no caerán sus miembros”. Y esto, pronostica Belloc, no se conseguirá con ímprobos esfuerzos ni violencias, sino que “los hombres estarán conformes en aceptar ese orden de cosas y seguir viviendo en él”, y más adelante Belloc pondrá en duda que los hombres educados en el ambiente de nuestro tiempo deseen realmente ser propietarios, pues el uso y la significación de la propiedad se han perdido entre nuestra generación. Uno parece estar leyendo a alguien que conociera nuestro estado del bienestar crecientemente invasivo. Cuando Belloc escribe “todo lo que el pueblo inglés puede esperar es el mejoramiento de su condición mediante regulaciones e intervenciones venidas de lo alto, pero no mediante la propiedad, no mediante la libertad” nos parece escuchar a alguien hablando del último proyecto intervencionista de la Unión Europea o de la Administración Obama.

Puede que Belloc ignorase o subestimase algunos de los mecanismos que permiten la supervivencia del capitalismo y que no viera que está en el propia dinámica e interés del mercado el no llevar al grueso de la población a unas condiciones de pobreza tal que el propio sistema colapse, o que no acertase, como señala Armando Zerolo en su inestimable prólogo, a ver la distinción entre la distribución de la tierra y la distribución de la renta, pero no por eso hay que descartar una obra repleta de potentes intuiciones y de análisis certeros. Para muestra un botón referido al papel del Estado en el mundo en que vivimos y su capacidad para generar más y más burocracia: “Así, el dinero recaudado por concepto de impuesto sucesorio a raíz de la muerte de un hacendado no muy rico, se convierte en tres kilómetros de empalizadas para los agradables jardines que tienen en sus casas un millar de nuevos funcionarios creados por la Ley contra el Alcoholismo”.

¿De verdad que Belloc escribió todo esto hace casi un siglo?

El Estado Servil. Hillaire Belloc. El Buey Mudo. 176 páginas.

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