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El Estado Servil, Hillaire Belloc.

Escribir sobre El Estado Servil, de Hillaire Belloc, puede parecer pretencioso; se ha escrito y discutido tanto sobre él que puede parecer presuntuoso el pretender aportar algo nuevo. Es lo que tiene haberse convertido en un clásico. No obstante, intentaremos decir algo, aprovechando la perspectiva que nos da la lectura a casi un siglo de su redacción (el libro apareció en 1913, un año antes de que estallara la Primera Guerra Mundial), en la esperanza de que mueva a algún lector a confrontarse con la argumentación, siempre rigurosa, desplegada por Belloc.

La tesis principal de lo que algunos han considerado el texto fundante de lo que se dio en llamar distributismo (un nombre horrible, como el propio Belloc confesaba) es que el capitalismo se encuentra en un camino sin salida debido a la concentración del capital en unas pocas manos y a la inseguridad que provoca entre las grandes masas de población meramente asalariadas. En esta situación, las posibilidades de futuro son, o bien el acceso al capital de muchísima más gente, el distributismo del que antes hablábamos, o bien el colectivismo comunista o, por último, lo que Belloc llama el Estado Servil. Desde la ventaja que nos da el transcurso del tiempo puede resultar fácil desacreditar algunos de los pronósticos que hace Belloc (por ejemplo, nuestro autor reconocía la limitación derivada de no conocerse una experiencia concreta de socialismo, algo que nosotros, menos afortunados, no podemos decir). Sin embargo, haríamos bien en analizar detenidamente lo que este libro afirma antes de descalificarlo.

En efecto, es francamente dudoso que hayamos avanzado mucho por la vía de la distribución del capital, pero Belloc ya advierte de las enormes dificultades que esa distribución comportaría y, de hecho, la cree harto improbable. El colectivismo ha fracasado, y nuestro autor también vio claro que su destino final era, en el camino de su aplicación, el generar algo diferente, precisamente el Estado Servil. De hecho, de lo que Belloc está convencido es del advenimiento del Estado Servil, que en una provocadora imagen relaciona con el estado de esclavitud, al que se asemeja y del que se diferencia solamente por los residuos de nuestra civilización cristiana que nos impiden aceptarlo abiertamente.

¿Pero estamos tan seguros de que no vivimos en algo que, al menos en algunos rasgos esenciales, se asemeja a ese Estado Servil que parecería tan lejano? De hecho la característica principal del Estado Servil es la falta de libertad política y económica a cambio de la “satisfacción de ciertas necesidades vitales y un nivel mínimo de bienestar, por debajo del cual no caerán sus miembros”. Y esto, pronostica Belloc, no se conseguirá con ímprobos esfuerzos ni violencias, sino que “los hombres estarán conformes en aceptar ese orden de cosas y seguir viviendo en él”, y más adelante Belloc pondrá en duda que los hombres educados en el ambiente de nuestro tiempo deseen realmente ser propietarios, pues el uso y la significación de la propiedad se han perdido entre nuestra generación. Uno parece estar leyendo a alguien que conociera nuestro estado del bienestar crecientemente invasivo. Cuando Belloc escribe “todo lo que el pueblo inglés puede esperar es el mejoramiento de su condición mediante regulaciones e intervenciones venidas de lo alto, pero no mediante la propiedad, no mediante la libertad” nos parece escuchar a alguien hablando del último proyecto intervencionista de la Unión Europea o de la Administración Obama.

Puede que Belloc ignorase o subestimase algunos de los mecanismos que permiten la supervivencia del capitalismo y que no viera que está en el propia dinámica e interés del mercado el no llevar al grueso de la población a unas condiciones de pobreza tal que el propio sistema colapse, o que no acertase, como señala Armando Zerolo en su inestimable prólogo, a ver la distinción entre la distribución de la tierra y la distribución de la renta, pero no por eso hay que descartar una obra repleta de potentes intuiciones y de análisis certeros. Para muestra un botón referido al papel del Estado en el mundo en que vivimos y su capacidad para generar más y más burocracia: “Así, el dinero recaudado por concepto de impuesto sucesorio a raíz de la muerte de un hacendado no muy rico, se convierte en tres kilómetros de empalizadas para los agradables jardines que tienen en sus casas un millar de nuevos funcionarios creados por la Ley contra el Alcoholismo”.

¿De verdad que Belloc escribió todo esto hace casi un siglo?

El Estado Servil. Hillaire Belloc. El Buey Mudo. 176 páginas.

La ética de la redistribución, Bertrand de Jouvenel.

Hay libros que colocamos en la estantería o amontonamos en la mesita de noche, donde pasan meses; hasta que un día, al tomarlos en nuestras manos y empezar a leerlos, nos damos cuenta de que hemos tenido aparcada una auténtica joya. Es lo que me ha sucedido con La ética de la redistribución, de Bertrand de Jouvenel. El autor, un clásico siempre interesante, y el tema, uno de los fundamentos no discutidos (casi indiscutibles) del consenso socialdemócrata en que nos ha tocado vivir, auguraban que estaba ante una obra que no podría leer sin desperdicio. Y no me ha defraudado.

El libro es breve pero enjundioso y aborda, con calma y precisión, alejado de la polémica fácil y atendiendo a los fundamentos de la cuestión, el proceso por el que se ha ido implantando un Estado con una enorme burocracia cuya justificación es la redistribución de la renta entre los diferentes estratos socioeconómicos. El tema, quitar a los ricos para dar a los pobres, no ha dejado de cobrar más importancia desde entonces.

Jouvenel va armando su argumentación con tranquilidad y precisión, delimitando la cuestión y, por ejemplo, señalando las diferencias existentes entre el redistribucionismo agrario y los argumentos para la redistribución modernos, teñidos de un socialismo que busca un utópico hombre nuevo. De un plumazo barre con la incoherencia socialista: “Si el bien de la sociedad reside en un aumento de la riqueza, ¿por qué no también para los individuos? (…) Si el apetito por la riqueza es malo en los individuos, ¿por qué no es malo para la sociedad?”.

Ya entrado en materia, Bertrand de Jouvenel nos descubre que bajo el énfasis en la redistribución no se esconde la preocupación por aquellos que viven en condiciones indignas y humillantes. No se trata de esto, algo no sólo asumible sino propio de una sociedad sana: se trata de de imponer el igualitarismo, sin que importe tanto qué suelo digno se fije como limitar los ingresos (de hecho, señala el autor, algunos redistribucionistas estarían menos satisfechos aumentando el nivel general de renta sin alterar la desigualdad que aplastando las desigualdades).

El otro rasgo de este moderno redistribucionismo que se ha instalado en nuestras sociedades es su exigencia de que el agente encargado de llevarla a cabo sea el Estado, un Estado cada vez más grande y omnipresente, que tome a su cargo cada vez más decisiones sobre la vida de las personas (bueno, para ser precisos, más que el Estado, es “el juicio subjetivo de la clase que diseña las políticas”).

Claro está que si se analiza, datos en mano, qué queda del argumento primario y sentimental estilo Robin Hood (Jouvenel pone el dedo en la llaga cuando escribe: “Se ha convertido en un hábito moderno llamar justo a cualquier cosa entendida como emocionalmente deseable”), la realidad es que los ricos siempre han tenido mecanismos para escapar a la presión recaudatoria. El siguiente paso, resulta evidente, será quitar no a los ricos, sino a estratos crecientes de lo que se ha dado en llamar a clase media. ¿Para dar a los pobres? Bueno, no mucho, pues la “enorme maquinaria social” que hemos construido, el Estado burocrático, absorbe buena parte de los recursos drenados a las familias de clase media. Y si analizamos con mayor detalle, señala Jouvenel, y desagregamos en grupos más compactos esa nebulosa clase, contemplamos cómo la redistribución deja de ser de arriba abajo para convertirse en flujos horizontales que benefician a determinados colectivos… que incluso pueden disponer de mayores rentas que aquellos a quienes se les ha quitado para, en teoría, dar a los pobres. Nuestro autor no había imaginado el espectáculo actual de los millonarios rescates bancarios, pero algo intuía.

La realidad se asemeja en bien poco a la teoría emotiva inicial.

Hay mucho más en este pequeño libro: la falacia de argumentar sobre la base de las satisfacciones subjetivas y la medición de la felicidad, mostrando así el camino sin salida al que lleva el individualismo utilitarista; una sólida crítica al marginalismo de la renta; la discriminación fomentada en nombre de la igualdad; cómo el aumento de la redistribución conduce siempre a una extensión de los poderes del Estado; el trato discriminatorio hacia las familias y en favor de las corporaciones, etc. En definitiva: estamos ante un libro importante y enjundioso, que no debería pasar inadvertido y cuya tesis central es crucial: “Mi argumento –escribe Jouvenel– es que las políticas redistribucionistas han provocado un cambio de mentalidad ante el gasto público, cuyo principal beneficiario no es la clase con una renta más baja frente a la clase de renta superior, sino el Estado frente al ciudadano”.

Un último detalle: es todo un placer comprobar que aún existen académicos como Armando Zerolo, quien además de traducir nos regala una serie de notas, útiles e impecables, y muestra su profundo conocimiento del autor y de su obra en el brillante estudio preliminar que sirve de prólogo al texto.

Bertrand de Jouvenel, La ética de la redistribución, Encuentro, Madrid, 2009, 152 páginas.

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